Desde el kinder había ya una estructura social; el que decidía a qué juagábamos era "el juntador". El juntador cambiaba diario, pero aún así había alguien que siempre imponía su deseo de ser el juntador. Aquél se llamaba Juan Diego. Huérfano de padre, corpulento, lengua-mocha y agresivo. Las maestras sabían de su agresividad excesiva, pero se cree que no le daban quejas a su madre por la lástima que les inspiraba su dificultad del habla y su condición de horfandad.
El kinder donde ¿estudié? ("
Juan Enrique Pestalozzi") estaba levantado alrededor de una capilla viejísima abandonada (y llenada de balazos) durante el
conflicto cristero. En un municipio pobre y promedio de la provincia guanajuatense a mediados de 1990 era muy común el no tener instalaciones, por lo que tener ese lugar era ya un privilegio.
La capilla ya no tenía la bóveda completa, por lo que se cubría con láminas y hule. Como en aquel tiempo sí llovía bien en verano, las láminas terminaban por romperse o levantarse con la humedad, los golpes de granizo y el fuerte viento. Por ésta causa siempre tenían por ahí láminas de repuesto que a los niños nos servían de escondite y demás.
Juan Diego pretendió escalar un muro aquella mañana lluviosa y por su corpulencia, las paredes temblaron. Las oscilaciones hicieron caer una lámina, que por su aerodinamismo no calló recta, sino que se desplazó en diagonal... hacia mí.
Yo traté de detenerla, obviamente la lámina de asbesto tenía más fuerza que yo y me prensó la mano derecha contra el muro por una de sus esquinas. Para ser exacto, el pulgar derecho. Casi me lo cortó; o eso creía yo, que nunca había visto salir tanta sangre de mí. Me asusté mucho, cuando desperté estaba acostado y me atendían tres maestras y mi madre.
No pude mover mucho mi dedo por varios días (cosa tortuosa para un espécimen pequeño de homo sapiens).
No había sanado la herida, cuando, mi madre -en una de sus tantas prisas- no se fijó que yo tenía mi mano agarrando el marco de la puerta de su cuarto y la cerró muy recio. Claro. Mi pulgar estaba metido ahí. Grité, grité mucho. Mejor dicho, aullé como no lo haría hasta dentro de cinco años, cuando cinco piquetes de hormiga residirían en mi cuello.
Esta vez fui hospitalizado en el
ISSSTE, me sacaron sangre del cuello y cuando desperté tenía aún más vendajes en la mano derecha. Esa fue la tercera vez que mi madre desmadró mi vida. La primera fue cuando dejó embarazarse; la segunda, cuando decidió no abortarme.
Yo siempre había tomado los lápices y crayolas por muy arriba, es decir, los tomaba como un asesino su cuchillo, por lo más lejano a la punta. Era ambidiestro, es decir, no había definido mis preferencias laterales y me daba igual dibujar con cualquier mano, pero ahora tenía que por fuerza hacerlo todo con la izquierda. Todo. Exactamente en la semana en la que teníamos que aprender a "dibujar" los números y también por eso tenía que aprender a tomar el lápiz más abajo.
Un psicólogo me dijo doce años más tarde (que aparte de manifestar propensión a la personalidad múltiple y la bipolaridad) debido a que mi cerebro adquirió preferencias laterales en edad tardía, presentaba un patrón de "errores" de lógica llamado "dislexia". No sé si tomar esto como la cuarta vez que mi madre desmadró mi vida, en todo caso la quinta fue cuando decidió no matarme y la sexta cuando me compró ese libro de Edgar Allan Poe.
Ahora la obligaré a que me compre unas tijeras, una pluma y un abrelatas para zurdos. Además de ése bonito tarro que dice: "Dios hizo algunas personas perfectas, a las demás las hizo diestras".