El lápiz -ente sin teclado- vuelve a surfear las olas rectas y azules. Trata de sacarte de mí con la flexibilidad golpeante, truena-espaldas de una bara española. Te sacó.
Me defiendo de los hombres con cuerpo de ropero, de las lleguas vistosas con título de zorra, de su perfume idiotizante y sus escotes neonezcos. Me defiendo agachonamente de los brabucones que no dejan de tocarme el corazón a pesar de reclamarme mi jotéz. Me defiendo de los arios armado con arco y flecha, con espejo de obsidiana, con alma de perro.
Me defiendo de los músicos virtuosos, de los lugares comunes y de todo el jitomate que pueda. De mi mujer y sus celos que la empequeñecen, me defiendo de ella y de sus descomunales hermanos, de mi cabello y su discapacidad estética, del odioso acento inglés y de las frialdades gris-verdosas de ciudad.
En fín que me defiendo de la vida en este mundo y su frustrante nimiedad métrica, corriéndola como perro azteca a lo ancho, a lo gordo, a lo pendejo y la cabrón.
Sólo me defiendo (y mientras, disquescribo prosa sin afán de ser gracioso) me defiendo dije pues de mi propia pequeñéz.
Me pongo de pie en la iglesia y me dejo llorar a la buena de dios, me coloco el lápiz con la goma hacia la cabeza y empiezo a escribir en el cielo. En el pedacito de cielo que me toca... sin dejar de llorar.
Eso hago ahora, lo siento, se acabó el post.
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