No hay principio para una oda de tan requeridas dimensiones. Sería simplemente un muñón.
Un muñón de veneno, un saltar desde las alturas de un bolillo o cortarse las venas con galletas de animalitos.
No. Vamos a odar venenos en serio, vamos a hablar de muerte.
No es nada fúnebre, pero si es trágico. Es como la diamantina negra.
Es que es un elemento tan sagrado, que uno no se puede imaginar que antes de él había historia.
Y exactamente yo a un lado de él, como conversando con el verdugo a minutos del ahorcamiento. Le miro con lo fúnebre que puedo verlo. Le admiro la elegancia, la coquetería. Porque aunque jotito, ante todo el veneno es muy mujer.
Es una viuda negra. Es un mata ratas. Es una libertad y es un dictador.
Y entonces me ve.
¡Hola!- le digo.
No me contesta. Es un veneno muy voluble. Me digo que ya son muchas vueltas al asunto y me lo trago.
Hace poco me diría cobarde por haberlo hecho. Cobarde y además mediocre por tomarme el veneno mientras escribo. Como todo un pendejo romanticista.
Pero hoy ya no. Hoy ya no me importa.
Soy el último, ya les dije. El último marxista puro. El último hijo legítimo de Lenin. Y aquí yazgo. Con la frente en alto me atrevo a decir que me envenené.
Que me envenené con una Coca-Cola.
Y más aún: que me envenené con una Coca-Cola en el dos de octubre, que no se olvida.
José Juan Mendoza González
Domingo 02 de Octubre de 2005